«Y luego está la desconfianza, tampoco ella me ha faltado en modo alguno.
Es significativo cómo la ley lo advierte, y es muy raro que nos prevenga, que se moleste: cuando alguien es detenido, al menos en las películas, se le permite guardar silencio, porque ‘cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en contra suya’, se le comunica en el acto. Hay en esa advertencia un ánimo extraño –o es indeciso y contradictorio– de no querer jugar sucio del todo. Es decir, se informa al reo de que las reglas van a ser sucias a partir de ahora, se le anuncia o recuerda que se va por él como sea y se aprovecharán sus posibles torpezas, inconsecuencias y errores –no es ya un sospechoso, sino un acusado cuya culpa va a intentar demostrarse, sus coartadas a destruirse, la imparcialidad ya no lo asiste, no entre hoy y el día en que comparezca a juicio–, todo esfuerzo irá encaminado a la consecución de pruebas para su condena, toda vigilancia y escucha e investigación y pesquisa a la captación de indicios que lo incriminen y refuercen la decisión tomada de detenerlo. Y sin embargo se le ofrece la oportunidad de callar, casi se lo urge a ello; en todo caso se le hace saber de ese derecho suyo que quizá ignoraba y, por lo tanto se le da a veces la idea: de no abrir la boca, de no negar siquiera lo que se le esté imputando, de no exponerse al peligro de defenderse solo; callar se aparece o es presentado como lo más prudente a todas luces y lo que puede salvarnos aun si nos sabemos y somos culpables, la única manera de que ese juego sucio anunciado quede sin efecto o apenas pueda ponerse en práctica, o al menos no con la involuntaria e ingenua colaboración del reo: ‘Tiene derecho a guardar silencio’, lo llaman la fórmula Miranda en América y no sé siquiera si su equivalente existe en nuestros países, a mí me la aplicaron una vez allí, hace mucho o no tanto, pero el policía me la recitó incompleta, imperfectamente, se le olvidó decir ‘ante un tribunal’ al soltarme rápido la famosa frase, ‘cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en contra suya’, hubo testigos de su omisión y no fue válida la detención por eso. Y al mismo y extraño espíritu responde ese otro derecho del procesado, a no declarar contra sí mismo, a no perjudicarse verbalmente con su relato o sus respuestas o contradicciones o balbuceos. A no dañarse narrativamente (ah, ese puede resultar un gran daño); y a mentir por tanto.
El juego es en realidad tan sucio e interesado que no hay sistema judicial que pueda presumir de justo con premisas semejantes, y quizá no haya justicia posible en ese caso, jamás, en ningún sitio, la justicia una fantasmagoría y un concepto falso. Porque lo que se dice al acusado viene a ser esto: ‘Si declaras algo que nos convenga o sea favorable a nuestros propósitos, te creeremos y te lo tomaremos en cuenta, y contra ti lo volveremos. Si por el contrario alegas algo en tu beneficio o defensa, algo para ti exculpatorio y para nosotros inconveniente, no te creeremos nada y serán palabras al viento, puesto que el derecho a mentir te asiste y damos por descontado que a él se acoge todo el mundo, esto es, todos los criminales. Si se te escapa una afirmación que te inculpe, o caes en contradicción flagrante o confiesas abiertamente, esas palabras tendrán su peso y obrarán en tu contra: las habremos oído, las registraremos, tomaremos nota, las daremos por pronunciadas, quedará de ellas constancia, las incorporaremos al expediente, y serán tu cargo. Cualquier frase que ayude a exonerarte, en cambio, será ligera y será desechada, haremos oídos sordos y caso omiso, no contará, será aire, humo, vaho, y en tu favor no obrará nada. Si te declaras culpable, lo juzgaremos cierto y lo tomaremos en serio; si inocente, tan sólo a broma y a beneficio de inventario’. Se da así por supuesto que tanto el inocente como el culpable se proclamarán lo primero, luego si hablan no habrá distinción entre ellos, quedarán igualados o nivelados. Y es entonces cuando se añade: ‘Puedes guardar silencio’, aunque tampoco vaya a distinguirlos eso, al inocente del culpable. (Callar, callar, la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto. Y sin embargo se nos aconseja y se nos insta a ello en los momentos más graves: ‘Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate’.)”
(JAVIER MARÍAS, Tu rostro mañana. 1.Fiebre y lanza, 2002)