El presente artículo fue publicado en el diario «INFORMACION» de Alicante el día 11 de septiembre de 2002.
1.- La Ley Orgánica 6/2002 de Partidos Políticos (LP), aprobada el pasado 27 de junio, está situada peligrosamente en los límites de la Constitución española (CE). Los primeros análisis de algunos expertos advierten de la patente inconstitucionalidad en la que incurre dicha Ley, arguyendo que en nuestro sistema jurídico las asociaciones –y los partidos políticos lo son– no tienen más límites, en su actividad, que las conductas tipificadas como delito en el Código penal y que son esas conductas (las delictivas) las únicas que pueden dar lugar a una declaración de ilegalidad. Dado que, ahora, el legislador ha establecido nuevos comportamientos que, sin constituir delito, pueden aparejar la ilegalización de un partido (vgr., la presencia en sus órganos de dirección de personas condenadas por terrorismo), la Ley es inconstitucional.
No comparto esa respetable tesis, al menos, por tres razones. 1ª: el art. 6 CE establece que la actividad de los partidos sea libre, pero exige que lo sea, dentro del respeto “a la Constitución y a la Ley”. 2ª: el art. 11 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos autoriza la restricción de la actividad de los partidos cuando resulta necesario para la defensa de una sociedad democrática. 3ª: la anterior Ley de Partidos ya contemplaba la ilegalización de éstos cuando desarrollaran actividades “contrarias a los principios democráticos” y el Tribunal Supremo se encargó de recordarlo en diversas ocasiones (vgr. STS de 31 de mayo de 1986). Respecto de aquella Ley – que nadie tachó de inconstitucional – la nueva no supone un cambio jurídico sustancial, ofreciendo si acaso una mayor seguridad jurídica, puesto que, la nueva LP, especifica de forma tasada las conductas consideradas contrarias a los principios democráticos. A ello, todavía cabría añadir que países con ordenamientos constitucionales, de raíz incuestionablemente democrática, como Alemania o Portugal, disponen de leyes similares a la, ahora, aprobada en España, cuya función no es otra que la defensa del sistema frente a las amenazas totalitarias. Por tales razones, parece sostenible la constitucionalidad de la Ley de Partidos, si bien reconociendo que la delicada materia objeto de regulación y su conexión con la libertad de pensamiento y con la libertad de expresión, sitúa a la Ley muy próxima a los linderos que separan lo constitucional de lo inconstitucional.
2.- Resulta por tanto crucial, para nuestro sistema democrático, que la aplicación que se haga de dicha ley no la coloque fuera del marco constitucional. Y estaremos fuera – en contra – de la Norma Fundamental si se propicia un uso de la Ley que permita, sin mediar delito, ilegalizar un partido político por razón de las ideas que propugne, de su programa o de las declaraciones públicas de sus portavoces; en suma, estaremos al margen de la Constitución si dejamos fuera de la Ley a un partido político con base en las palabras pronunciadas por sus dirigentes; cuanto más, si lo ilegalizamos con base en los silencios de éstos. Si tal ocurriera, la sentencia que declare la ilegalización de Batasuna infringiría los derechos a la libertad de expresión (art. 20.1 a) CE) y a la libertad ideológica (art. 16.1 CE), traspasando entonces de forma ya irremediable, e injustificable, los límites de la Constitución.
La ilegalización de un partido político por lo que hable, o por lo que calle – en rigor, por lo que hablen o callen sus dirigentes – resulta incompatible con las libertades, de pensamiento y expresión, garantizadas constitucional e internacionalmente; lo que obliga a interpretar las causas de ilegalización previstas en el art. 9 LP, como conductas distintas y constitutivas de algo más que la simple expresión verbal o escrita de un pensamiento. Justificar, exculpar o minimizar los atentados contra la vida; legitimar la violencia; y prestar apoyo expreso o tácito al terrorismo; causas, todas ellas, que según la nueva LP dan lugar a la ilegalización de un partido, deberán ser algo más que palabras. Y ello, porque las palabras son, en nuestro ordenamiento jurídico, ilícitas (por infringir el derecho al honor o por constituir un delito, de injurias, de apología del terrorismo, etc.), o resultan plenamente amparadas por la libertad de expresión. No cabe, pues, un tercer género; es decir, una suerte de discurso que sin ser ilícito, sirva, pese a ello, de fundamento para ilegalizar un partido político. Y esta proposición también debe ser aplicada firmemente a Batasuna, más allá del convencimiento que albergamos la abrumadora mayoría de los ciudadanos respecto a su complicidad con el crimen. Calificar el asesinato de una niña de seis años como una simple “acción armada” – como hizo el portavoz habitual de Batasuna – constituye una repugnante perversidad moral y política; pero, por más que produzca rechazo, debemos asumir que la posibilidad de tener esas ideas, y de expresarlas libremente, está garantizada constitucionalmente por las libertades ideológica y de expresión respectivamente. Y si las garantías constitucionales significan algo, para la convivencia, deben ser respetadas en todos los supuestos y, especialmente, en casos como este en los que aflora la máxima tensión entre la cruda realidad (persistencia del terror y convicción de que Batasuna lo instrumenta políticamente) y el mandato constitucional (derecho a pensar como se quiera y derecho a decir lo que se piensa). Es en momentos como estos, en los que los sentimientos, la moral, la política, e incluso, la razón, nos impulsa a dejar fuera de la Ley a Batasuna, cuando tenemos que respetar las normas. Cuando nos repugnan las ideas de alguien, cuando aborrecemos oírlas, es precisamente cuando alcanza todo su sentido, todo su valor, jurídico y político, el respeto a las normas que garantizan los derechos fundamentales y cuando más obligados estamos a su cumplimiento. Nada nuevo hay en lo que digo, desde Cicerón sabemos que “somos esclavos de las Leyes para poder ser libres”.
Si se respetan, por tanto, las libertades de pensamiento y de palabra, la LP parece caber dentro de la Constitución; si, por el contrario con la aplicación judicial de la Ley, vulneramos dichas libertades, habremos traspasado la frontera constitucional. Una sutileza –simple cuestión de límites, dirán algunos–; pero, en realidad, en materia de garantías constitucionales, la distancia que media entre el respeto a la norma, y su infracción, es cabalmente la que separa a la Democracia de la barbarie.
3.- Desde esta perspectiva, sancionar con la ilegalización a los partidos políticos que justifiquen o exculpen “los atentados contra la vida” es radicalmente inconstitucional. Y lo mismo cabe afirmar de la norma que convierte en indicio de ilegalidad la exculpación o minimización del significado de los actos terroristas, por entender la Ley, que ello supone otorgar un apoyo expreso o tácito al terrorismo (art. 9.3 a) LP). En ambos supuestos, mientras las justificaciones o exculpaciones se manifiesten a través de un discurso no constitutivo de delito (de exaltación del terrorismo, por ejemplo) nos encontraremos frente a meras opiniones, repugnantes, pero opiniones al cabo, y como tales amparadas por la libertad de pensamiento y por la libertad de expresión (arts. 16 y 20 CE).
Nótese que el campo semántico de algunos de los términos utilizados por la Ley de Partidos, tales como justificar, exculpar y minimizar, resulta extraordinariamente amplio y, por tanto, posibilita múltiples interpretaciones, de entre las cuales, al menos una de ellas –la que equipare las “actividades” a “palabras”– comportaría un grado de represión de las ideas absolutamente incompatible con los fundamentos de la democracia. Quienes piensan, que gran parte de la responsabilidad del ataque al World Trade Center de Nueva York, radica en la política estadounidense en Oriente Próximo ¿Están “justificando” aquel brutal acto terrorista? Quienes contraponen, las tres mil quinientas víctimas provocadas por la voladura de las Torres Gemelas, al millón de muertos producido por el genocidio en la región de los Grandes Lagos y denuncian la incapacidad de la comunidad internacional para frenar las masacres en el tercer mundo ¿están “minimizando” el salvaje atentado del 11 de septiembre?.
¿Podemos reprimir a las personas que sostengan ideas como las acabadas de indicar? ¿podemos pretender la ilegalización de las organizaciones, y partidos políticos, que las asuman como propias?. Resulta evidente que la respuesta a esas interrogantes es, simplemente, no; al menos, si pretendemos seguir manteniendo la vigencia de los derechos a la libertad ideológica y a la libertad de expresión. Y, si por los discursos ideológicos – o pseudoideológicos – expresados en palabras no podemos ilegalizar a un partido político, mucho menos podremos ilegalizarlo – sin vulnerar la Constitución – por el silencio ante un atentado terrorista, o por la negativa a suscribir una moción de condena de tan execrables crímenes. Del silencio – de no mostrar el más elemental sentimiento humano de dolor ante un asesinato – pueden extraerse nítidas consecuencias morales y políticas; pero a ese silencio indigno, no cabe anudar la consecuencia jurídica de la ilegalización de un partido político. Dentro de los límites de nuestro ordenamiento jurídico, a nadie –persona o partido– podemos exigirle un pronunciamiento que implique una determinada valoración política o ideológica, ni tampoco podemos reprocharle legalmente un silencio, para convenir lo cual, baste leer el art. 16.2 CE, en cuya virtud “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”.
Corolario de lo anterior es que, ni las palabras –por aborrecibles que suenen–, ni los silencios de Batasuna constituyen fundamento jurídico suficiente para su ilegalización. Batasuna – y esta es una tesis clave – podrá ser declarada fuera de la Ley por la ejecución de hechos, por el despliegue de una actividad contraria a los principios democráticos; pero siempre y cuando esa actividad no se limite a la mera expresión de ideas.
4.- En esta línea, y respetando el principio de irretroactividad de las normas sancionadoras (art. 9.3 CE), Batasuna podrá ser eventualmente ilegalizada por la perpetración de hechos asumidos o atribuibles a la ejecutiva del partido (no por actos aislados de sus militantes). Así, parecen actividades susceptibles de comportar la ilegalización, el hecho de promover homenajes a delincuentes; el hecho de que los concejales de Batasuna boicoteen, con violencia, los acuerdos adoptados democráticamente en un Ayuntamiento; el hecho de impedir que una alcaldesa cumpla su misión institucional desde el balcón del Ayuntamiento, usurpando su función, por la fuerza, para gritar consignas de apoyo a criminales convictos; y, en fin, Batasuna podrá ser ilegalizada por el hecho de incluir en sus órganos de dirección a personas condenadas por delito de terrorismo, siempre que el nombramiento se haya producido con posterioridad al 28 de junio de 2002.
Notará el lector que la característica común de los hechos acabados de enunciar es, precisamente, esa: que se trata de hechos, de actos, de acciones, de actividades (organizar “homenajes”, usurpar funciones institucionales, boicotear con violencia, nombrar como dirigentes a criminales, etc.). Es en hechos como esos, o en otros de similar entidad, pero nunca en ideas, opiniones y palabras en lo que puede fundarse una sentencia que declare la ilegalización de Batasuna y, al tiempo, respete el marco constitucional.
Una aplicación de la LP, que salvaguarde las libertades de pensamiento y de expresión, acaso no solvente todos los problemas técnico-jurídicos que suscita dicha ley; pero, al menos, garantizará, no sólo en la Constitución – donde ya lo está – sino también en la práctica constitucional, el principio de que ningún partido político podrá ser ilegalizado por la ideología que sustente, salvo que sus fines o los medios dispuestos para su consecución, tengan carácter criminal. En el respeto a ese principio radica el fundamento de la libertad, a costa de la cual no cabe defensa alguna de la democracia.