Hasta siempre Terri. Por Francisco Ruiz Marco.

Publicado en el Diario Información el día 6 de octubre de 2004.

Querida Terri:

Ahora que todo ha terminado confío en que puedas descansar y si como afirman los creyentes hay otra vida, estoy seguro que recibirás en aquélla lo que te hemos negado en ésta.

Fuiste víctima inocente de la moderna obsesión estética por la delgadez y has acabado víctima de la incompetencia de Estados y Gobiernos para concentrarse en las urgencias primarias del ser humano: la salud – curación incluida – y la libertad.

Toda la orgullosa ciencia acumulada en el arranque del siglo XXI ha sido incapaz de curarte; todavía más, ha sido incapaz de procurarte un mínimo hálito de vida, un ligero soplo, un movimiento con los ojos, articular un sonido, siquiera un monosílabo, un “si” o un “no”, suficiente para relacionarte con el mundo exterior. En nuestra sociedad resulta posible, incluso fácil técnicamente, enviar cada hora cantidades casi infinitas de sonidos, de bits y de electricidad de continente a continente; pero fracasamos en conseguir que fluyera por tu cerebro el más leve impulso eléctrico apto para que pudieras oír, hablar o sentir; como incapaces somos de curar enfermedades congénitas de seres recién alumbrados que jamás alcanzarán una vida plena (si es que tal vida existe), ni sabemos sanar el cáncer, o el sida que mata a millones de personas (en número, especialmente a las más pobres).

Y entonces, te preguntarás ¿a dónde mira la ciencia, la investigación y la medicina?. Pues verás, la ciencia mira literalmente a la “Luna”, y en los últimos años, porque la ciencia, como sabes, “avanza que es una barbaridad”, ya ha puesto sus ojos en Marte; y por aquí, por la Tierra, hemos conseguido importantes progresos científicos en materia de bombas “inteligentes”; incluso ahora experimentamos con robots guerreros que sustituirán a los soldados (en el ejército más rico); y nuestros médicos están a punto de conseguir que cualquier mujer dispuesta, y con dinero para pagar la factura, luzca orgullosa un cuerpo de 90-60-90; y en todo esto enterramos anualmente billones de dólares/euros porque todos esos objetivos son más importantes, conforme al patrón valorativo aceptado en nuestra sociedad, que curar el cerebro de un ser humano.

Y en tales circunstancias – con esa jerarquía valorativa y financiera – no te debe extrañar que tampoco hayamos sido capaces de garantizarte ni siquiera una muerte digna. Nos enredamos en posiciones irreconciliables (eutanasia no/eutanasia sí), trasunto de férreos principios ideológico-religiosos, siempre con un punto de fanatismo; y en ese debate al cabo olvidamos el dolor y el sufrimiento de las personas concretas, cuyo drama siempre queda subordinado a los futuros réditos electorales de los grupos en discordia. Por ejemplo, tu calvario de quince años y el sufrimiento de tus padres y esposo parece haber interesado más bien poco a los poderes públicos hasta el momento final, límite, sin salida, en el que han podido utilizarlo como bandera político partidista: la llaman “defensa de la vida” y en tu país la enarbolan quienes no pestañean a la hora de firmar una sentencia de muerte.

Pero también debo confesar que quienes, en términos éticos y jurídicos, no dudamos del derecho a una muerte digna y de la necesidad de una regulación jurídica que lo haga efectivo, hemos temblado – y con ello nuestras propias convicciones – al verte por televisión, al ver tu cuerpo, de carne y hueso, y al saber que si los tribunales resolvían conforme a los principios jurídicos que tenemos interiorizados, tu existencia acabaría por la pura barbarie de la simple inanición.

Cómo sorprendernos de este desenlace brutal cuando asistimos indiferentes a la monstruosidad de que nuestros gobiernos – y nosotros, que los elegimos – inviertan más recursos económicos en desarrollar ingenios para matar que en investigar enfermedades “difíciles” (neurológicas, degenerativas, congénitas, etc.). Acaso todo esto tenga algo que ver con la fórmula elegida para finiquitar tu existencia (no me atrevo a llamarla vida): privarte del agua y del alimento.

Tu sonrisa grande, tus ojos hundidos, tus manos, como vencidas aun    mucho antes de rendirte son, hoy, el símbolo de un mundo con el cerebro enfermo.

Donde quiera que estés, perdónanos a todos y hasta siempre.

Alicante, a 1 de abril de 2005